18.10.09

Patria mía

Siendo hoy el día de la madre, como ya no tengo la fortuna de poder disfrutarla estando con ella en su día, ni siquiera de poder hacerle un regalito, me decidí al menos por obsequiarle un humilde homenaje, publicando uno de sus tantos versos, recordando así su sensibilidad y ese amor por estos pagos que nunca la abandonó a lo largo de su vida.

Se trata de un poema que me escribió, a modo de legado, cuando yo todavía retozaba dentro de su panza. Legado que, a pesar de los tiempos funestos que vive mi patria y la vorágine de estos "tiempos modernos" donde parece que ya no hay lugar para estos sentimientos, espero nunca dejar de honrar... no sólo por querer de ese modo cumplir con su anhelo, sino también por ser un convencido de que todo amor ennoblece, y el amor por la patria especialmente.



PATRIA MÍA

Patria mía, la remota,
la bárbara y verdadera,
la que duerme y sueña sueños
de guerrilla montonera.

Patria mía, vasta cuna
de Peñaloza y Varela,
y de todo el caudillaje
que defendió tu bandera.

Para el hijo que mi vientre
va a regalarte quisiera
que le enamores el alma
para que siempre te quiera.

No anhele su corazón
al traspasar tus fronteras,
porque enredado lo tenga
entre cardos y moreras.

Déjalo que se enamore
de tu Pampa y tu Pampero,
de la sombra de tu ombú
y del canto del jilguero.

Del agua de cada arroyo,
del yuyo de cada sierra,
del galopar de la tropa
sobre el tambor de la tierra.

Que con respeto y unción
recuerde a los Granaderos,
también a Martín de Güemes,
y a sus gauchos montoneros.

Que no olvide qué ocurrió
en la vuelta de Obligado,
cuando en las verdes barrancas
el aire fue colorado.

Y que ostente para siempre,
sobre su pecho grabada,
esa celeste bandera
por su madre tan amada.

Madre, Patria, Patria, Madre…
No es cosa diferenciada
para los nobles varones
de ésta mi pampa sagrada.

                                     Clara Tezanos Pinto (1976)

12.10.09

La Estatua

Desde la Plaza de Mayo, ubicándose frente al Cabildo y mirando los cielos de la avenida de Mayo, podrán observar una estatua que quiere huir.

La estatua que refiero, se encuentra en el techo del antiguo edificio de “La Prensa”, que hoy alberga a la Casa de la Cultura y cuyo frente da a la avenida de Mayo. Tiene en su mano izquierda una página escrita, aparentemente una gacetilla; y con la diestra eleva, orgullosa, un farol que alguna vez sirvió para anunciar con su luz el acontecer de las noticias más relevantes. Ella simboliza la libertad de prensa que tiempo atrás creímos tener.

Su viejo metal expuesto a tantas gotas y tantos rayos se ha ennegrecido. El farol de su mano ya no da luz a ninguna novedad, pues ya no hay tales. Ese ímpetu y esa fuerza progresista con la que había sido concebida y colocada donde está, ya no existen. En los tiempos que corren ya nadie sabe de ella ni de su orgulloso pasado. Ha sido abandonada, olvidada e ignorada durante años. Pero ella sigue ahí, y cada vez le es más difícil soportarlo. Se quiere ir, quiere desprenderse de esas ataduras metálicas que la condenan al estatismo. Basta mirar con atención su postura para entender que ella intenta irse de ese lugar, donde ya no resulta más el centro de atención ni el monumento a la prosperidad que supo ser otrora.

¿A dónde quiere ir? se preguntarán cuando la vean... Si son observadores podrán notar que ella apunta su movimiento de manera contundente hacia donde nace la avenida más conocida como Diagonal Sur. Su posición corporal evidencia que hacia allí es donde desea desplazarse. ¿Y por qué hacia allí? Si siguen observando, verán que en el edificio que puntea la separación entre Diagonal Sur y la calle Bolívar hay en su parte más alta, un reloj que supo ser el orgulloso símbolo de la antigua casa Siemens. Más abajo, incluso hoy, se puede ver el gran cartel de dicha marca alemana. El reloj del que les cuento, que ya no funciona, está fielmente custodiado. Dos fuertes campaneros de bronce, con sus martillos tronadores, se posan a su diestra y siniestra. La antigua función de ellos consistía en hacer sonar la campana que sobre el reloj se encuentra, cada vez que daban las doce. Hoy ellos tampoco viven su momento de gloria ni cumplen ya su función. El reloj ha muerto y ellos con él. Pero sólo han muerto para las hormigas que diariamente ven circular bajo sus pies. Ellos siguen allí, omnipresentes como siempre, más allá del olvido y la ignorancia. Sus cuerpos musculosos se han enverdecido y los pequeños movimientos que antes tenían permitidos ya no los tienen más. En sus miradas, fijas en tejas cabildantes, se deja ver el desconsolado dolor de ya no ser, del que alguna vez hablara Gardel. Hacia ellos es que quiere ir la gacetillera, cuyo farol, tan inactivo, nos refriega a cada instante que nada nuevo hay bajo el sol.

La soledad es atroz, no sólo para los seres humanos. Podría decir que, incluso, para nosotros es menos tortuosa que para una estatua, ya que la soportamos por lapsos de tiempo mucho más reducidos. Ella está absolutamente sola desde hace más de cien años. Allí en las alturas que la sostienen puede ver claramente a los campaneros que a menos de doscientos metros alcanzan a mirarla de reojo. Los tres yacen inertes en las alturas, olvidados por el hombre y por los Dioses, como Prometeos metálicos, confinados a la soledad y la tortura, para redimir pecados que no han cometido.

Y aquella estatua luminaria, tan claramente ve y tan cerca tiene a los broncíneos campaneros que, con el transcurso de los años, ha llegado a amarlos. Su corazón metálico y sus sentimientos eléctricos palpitan por esos oxidados hermanos de desuetuda labor.

Ella anhela, sueña y reza. Siempre imaginando ese encuentro tríptico que la aleje para siempre la orfandad de aquellos vientos porteños. Las palomas y las almas en pena no son compañía suficiente para una estatua; tampoco los guasos duendes que maquinan sus iniquidades desde las alturas, pues allí -según ellos mismos dicen- se piensa mejor. Ella mira fijamente a los hermanos, intenta llamarlos mas no puede, su boca no se mueve y nunca lo hará. En el interior de su férrea cabeza pululan imágenes del encuentro, retumban las charlas que se darían y palpitan los besos y abrazos que entre ellos habrían después de tanta ausencia.

Ellos sienten su presencia, sienten sus ansias de compartir; la ven por el rabo de sus vacíos ojos, intentar inútilmente acercarse y desean tanto como ella aquel conciliábulo que pueda sosegar sus soledades y alterar esa eterna rutina que por tantos años los viene mortificando.

Los tres saben perfectamente -y todos nosotros también- que el ansiado encuentro nunca se va a llevar a cabo. Pero eso no frena el esfuerzo desmedido que diariamente, aquella adalid de olvidados progresos, realiza para mostrar al mundo que todo se puede, que la realidad no termina en ese cúmulo de cosas que se ven y se tocan, que la fe realmente mueve montañas o, cuanto menos, que las quimeras deben ser perseguidas alocadamente aunque todo nos demuestre que es en vano, pues en definitiva esa lucha desinteresada es lo único que reivindica la existencia. Después de todo ¿quién sabe? quizás algún día esos fierros rompan estruendosamente el cemento que los cautiva y ante la mirada impávida de los transeúntes, se dé el milagroso encuentro. Si los milagros existen, todo es posible, lo último que se debe perder es la esperanza.