18.10.09

Patria mía

Siendo hoy el día de la madre, como ya no tengo la fortuna de poder disfrutarla estando con ella en su día, ni siquiera de poder hacerle un regalito, me decidí al menos por obsequiarle un humilde homenaje, publicando uno de sus tantos versos, recordando así su sensibilidad y ese amor por estos pagos que nunca la abandonó a lo largo de su vida.

Se trata de un poema que me escribió, a modo de legado, cuando yo todavía retozaba dentro de su panza. Legado que, a pesar de los tiempos funestos que vive mi patria y la vorágine de estos "tiempos modernos" donde parece que ya no hay lugar para estos sentimientos, espero nunca dejar de honrar... no sólo por querer de ese modo cumplir con su anhelo, sino también por ser un convencido de que todo amor ennoblece, y el amor por la patria especialmente.



PATRIA MÍA

Patria mía, la remota,
la bárbara y verdadera,
la que duerme y sueña sueños
de guerrilla montonera.

Patria mía, vasta cuna
de Peñaloza y Varela,
y de todo el caudillaje
que defendió tu bandera.

Para el hijo que mi vientre
va a regalarte quisiera
que le enamores el alma
para que siempre te quiera.

No anhele su corazón
al traspasar tus fronteras,
porque enredado lo tenga
entre cardos y moreras.

Déjalo que se enamore
de tu Pampa y tu Pampero,
de la sombra de tu ombú
y del canto del jilguero.

Del agua de cada arroyo,
del yuyo de cada sierra,
del galopar de la tropa
sobre el tambor de la tierra.

Que con respeto y unción
recuerde a los Granaderos,
también a Martín de Güemes,
y a sus gauchos montoneros.

Que no olvide qué ocurrió
en la vuelta de Obligado,
cuando en las verdes barrancas
el aire fue colorado.

Y que ostente para siempre,
sobre su pecho grabada,
esa celeste bandera
por su madre tan amada.

Madre, Patria, Patria, Madre…
No es cosa diferenciada
para los nobles varones
de ésta mi pampa sagrada.

                                     Clara Tezanos Pinto (1976)

12.10.09

La Estatua

Desde la Plaza de Mayo, ubicándose frente al Cabildo y mirando los cielos de la avenida de Mayo, podrán observar una estatua que quiere huir.

La estatua que refiero, se encuentra en el techo del antiguo edificio de “La Prensa”, que hoy alberga a la Casa de la Cultura y cuyo frente da a la avenida de Mayo. Tiene en su mano izquierda una página escrita, aparentemente una gacetilla; y con la diestra eleva, orgullosa, un farol que alguna vez sirvió para anunciar con su luz el acontecer de las noticias más relevantes. Ella simboliza la libertad de prensa que tiempo atrás creímos tener.

Su viejo metal expuesto a tantas gotas y tantos rayos se ha ennegrecido. El farol de su mano ya no da luz a ninguna novedad, pues ya no hay tales. Ese ímpetu y esa fuerza progresista con la que había sido concebida y colocada donde está, ya no existen. En los tiempos que corren ya nadie sabe de ella ni de su orgulloso pasado. Ha sido abandonada, olvidada e ignorada durante años. Pero ella sigue ahí, y cada vez le es más difícil soportarlo. Se quiere ir, quiere desprenderse de esas ataduras metálicas que la condenan al estatismo. Basta mirar con atención su postura para entender que ella intenta irse de ese lugar, donde ya no resulta más el centro de atención ni el monumento a la prosperidad que supo ser otrora.

¿A dónde quiere ir? se preguntarán cuando la vean... Si son observadores podrán notar que ella apunta su movimiento de manera contundente hacia donde nace la avenida más conocida como Diagonal Sur. Su posición corporal evidencia que hacia allí es donde desea desplazarse. ¿Y por qué hacia allí? Si siguen observando, verán que en el edificio que puntea la separación entre Diagonal Sur y la calle Bolívar hay en su parte más alta, un reloj que supo ser el orgulloso símbolo de la antigua casa Siemens. Más abajo, incluso hoy, se puede ver el gran cartel de dicha marca alemana. El reloj del que les cuento, que ya no funciona, está fielmente custodiado. Dos fuertes campaneros de bronce, con sus martillos tronadores, se posan a su diestra y siniestra. La antigua función de ellos consistía en hacer sonar la campana que sobre el reloj se encuentra, cada vez que daban las doce. Hoy ellos tampoco viven su momento de gloria ni cumplen ya su función. El reloj ha muerto y ellos con él. Pero sólo han muerto para las hormigas que diariamente ven circular bajo sus pies. Ellos siguen allí, omnipresentes como siempre, más allá del olvido y la ignorancia. Sus cuerpos musculosos se han enverdecido y los pequeños movimientos que antes tenían permitidos ya no los tienen más. En sus miradas, fijas en tejas cabildantes, se deja ver el desconsolado dolor de ya no ser, del que alguna vez hablara Gardel. Hacia ellos es que quiere ir la gacetillera, cuyo farol, tan inactivo, nos refriega a cada instante que nada nuevo hay bajo el sol.

La soledad es atroz, no sólo para los seres humanos. Podría decir que, incluso, para nosotros es menos tortuosa que para una estatua, ya que la soportamos por lapsos de tiempo mucho más reducidos. Ella está absolutamente sola desde hace más de cien años. Allí en las alturas que la sostienen puede ver claramente a los campaneros que a menos de doscientos metros alcanzan a mirarla de reojo. Los tres yacen inertes en las alturas, olvidados por el hombre y por los Dioses, como Prometeos metálicos, confinados a la soledad y la tortura, para redimir pecados que no han cometido.

Y aquella estatua luminaria, tan claramente ve y tan cerca tiene a los broncíneos campaneros que, con el transcurso de los años, ha llegado a amarlos. Su corazón metálico y sus sentimientos eléctricos palpitan por esos oxidados hermanos de desuetuda labor.

Ella anhela, sueña y reza. Siempre imaginando ese encuentro tríptico que la aleje para siempre la orfandad de aquellos vientos porteños. Las palomas y las almas en pena no son compañía suficiente para una estatua; tampoco los guasos duendes que maquinan sus iniquidades desde las alturas, pues allí -según ellos mismos dicen- se piensa mejor. Ella mira fijamente a los hermanos, intenta llamarlos mas no puede, su boca no se mueve y nunca lo hará. En el interior de su férrea cabeza pululan imágenes del encuentro, retumban las charlas que se darían y palpitan los besos y abrazos que entre ellos habrían después de tanta ausencia.

Ellos sienten su presencia, sienten sus ansias de compartir; la ven por el rabo de sus vacíos ojos, intentar inútilmente acercarse y desean tanto como ella aquel conciliábulo que pueda sosegar sus soledades y alterar esa eterna rutina que por tantos años los viene mortificando.

Los tres saben perfectamente -y todos nosotros también- que el ansiado encuentro nunca se va a llevar a cabo. Pero eso no frena el esfuerzo desmedido que diariamente, aquella adalid de olvidados progresos, realiza para mostrar al mundo que todo se puede, que la realidad no termina en ese cúmulo de cosas que se ven y se tocan, que la fe realmente mueve montañas o, cuanto menos, que las quimeras deben ser perseguidas alocadamente aunque todo nos demuestre que es en vano, pues en definitiva esa lucha desinteresada es lo único que reivindica la existencia. Después de todo ¿quién sabe? quizás algún día esos fierros rompan estruendosamente el cemento que los cautiva y ante la mirada impávida de los transeúntes, se dé el milagroso encuentro. Si los milagros existen, todo es posible, lo último que se debe perder es la esperanza.

16.9.09

Pensamientos

Una fina llovizna me viene enfriando la ropa y me empieza a molestar. Mi traje, mi único traje, se está arruinando; pero qué me importa eso si mi mente pasea dispersa, perdida en algún dilema existencial de esos que invaden el céfalo violentamente y lo recorren haciendo caso omiso a cualquier orden de desalojo. Miro mis pies que avanzan automáticamente, comprendo que no es mi mente la que los dirige, sino alguna fuerza extraña que yo no domino y que tan sólo puedo llegar a suponer como algo similar al “cumplimiento sistemático del deber”. ¿Deber de qué? ¿Qué es lo que debo? me pregunto… no lo sé, pero mis tropismos me llevan constantemente a movimientos que no nacen de mi voluntad, es decir que no se fraguan en mi discernimiento, intención y libertad. No tengo respuesta a las preguntas de por qué estoy caminando bajo esta llovizna fustigadora, de por qué mis pies se dirigen hacia ese lugar que no es de mi agrado, de por qué mi vista se pierde en ese cielo gris como buscando que mi mente tome ese color. No encuentro ninguna respuesta a esta realidad que se presenta tan crudamente. Vuelvo a fijar la vista en mis pies, esos zapatos negros que se mueven rítmicamente: primero asoma el izquierdo, luego el derecho, luego de nuevo el izquierdo, y así repetidamente en un movimiento de vaivén, sigo sintiendo que no soy yo quien los mueve.

Luego trazo con mi vista una línea recta que nace a la altura de mis zapatos y se desplaza hacia adelante como buscando unirme con aquel lugar al cual me estoy dirigiendo. Luego de un pequeño esfuerzo imaginativo logro ver esa invisible línea que tiene por lo menos unos cien metros de largo. “–Ése es mi destino –pienso–, ese frágil trazo imaginario es mi futuro, mi porvenir, siempre lo será. Cada vez que me desplace, estará esa ridícula raya previniendo todos mis movimientos, arrancándome el albedrío violentamente. Nunca me podré apartar de ella, por más que yo la pueda manipular y dirigir a mi antojo, jamás la podré eliminar–.”

Quito violentamente la vista de esa línea, buscando cualquier distracción que calme mis pensamientos. Miro mis brazos y mis manos, que marchan, al igual que mis pies, en otro rítmico vaivén que tampoco está siendo ordenado por mí. Ellos también son movidos por fuerzas desconocidas. Los miro fijamente, miro mis manos mojadas, una de ellas sujeta un portafolio. Yo no quiero que mi mano cargue con ese instrumento, pero ella lo retiene firmemente; me horroriza darme cuenta de eso. Mis extremidades me dan miedo al verlas moverse libremente como animales vivos y repugnantes, rodeándome, acechándome. Ellos me dominan brutalmente. Levanto mi mano libre y la pongo frente a mis ojos, tomo la decisión de mover los dedos fuertemente para así poder comprobar que soy yo quien decide y determina mis actos, quien elige los movimientos. Mis dedos se mueven, mas comprendo que me están haciendo una estúpida trampa, quieren engañarme para que no me avasalle la desesperación. Pero igual me doy cuenta, logro reconocer, que ese movimiento, que mis farsantes dedos ensayan, no es el que mi mente está ordenando inútilmente.

Piso un charco que me rescata y me devuelve a la calle gris que estoy recorriendo, mi zapato está empapado, siento el agua que, escabulléndose entre el tejido de mi media, congela mi pie. Tengo el extraño deseo de que mi pie muera congelado, para que así vuelva a ser mío. Miro la gente que me rodea, veo muchos paraguas, muchos trajes arruinándose como éste, mi único traje; veo mucha gente presa de sus desaforadas extremidades, que la manipulan y conducen de un lado para el otro a su antojo.

De pronto una mirada choca con la mía, un hombre mayor que desde un segundo piso de un edificio público me mira firmemente. El hombre camina lento, junto a la baranda que da al centro del edificio; yo, que no puedo dejar de caminar, cruzo raudamente el hall del edificio con la cabeza un poco inclinada hacia atrás, y con la vista clavada en la de él. Como por el efecto de un zoom mental, alcanzo a ver la nitidez de sus pupilas, pese a los varios metros que nos separan, puedo ver claramente su expresión. Todo el contorno se disipa, y queda sólo su mirada, es como si tuviera sus ojos a escasos centímetros de los míos. Con una pequeña muesca, con un brillar diferente de sus ojos, con un remarcar levemente las arrugas de unas sienes con experiencia, con una mirada compasiva y afectiva… con tan sólo una nimia expresión, me confirma la veracidad de mis sentimientos, me demuestra que no estoy solo en este mundo, que hay más gente que, como yo, se dio cuenta de que la realidad es asequible, pero está muy camuflada; que estamos jugando un juego al que nadie nos invitó, pero que las reglas están impuestas, y que es imposible dejar de jugar; que en el mundo, si bien un está totalmente solo, existe la posibilidad de mitigar la angustia pues estamos rodeados de millares de soledades iguales a la nuestra; que no son solamente mis extremidades las rebeldes, sino la de todas las personas, y sobre todo las de los que no tomaron conciencia de ello.

La mirada desaparece en aquella baranda que bordea el piso que ahora se alza sobre mí, pues, como dije, mi paso no puede detenerse por más que yo así lo desee. Ya no sé dónde estoy, no recuerdo cuál es la puerta que buscaba tan apuradamente, ni sé qué puerta es la que tengo enfrente… me encuentro completamente perdido, pero, en cierto modo, un poco más redimido.

El último misil

Un silbo de silencio surca la noche en aquel árido desierto, una frescura tenue, traída por algún viento lejano, vuelve más amigables los reflejos de aquella gigantesca luna sobre las numerosas carpas de campaña que colman el lugar. La noche trae sosiego. Durante el día el calor agobia, el aire escasea, el sol pica, con dolor, las pieles curtidas y resecas... Y por eso la noche, con su brisa templada, es un bálsamo no sólo para la mente, sino también para los cansinos cuerpos que día a día se resecan bajo los impiadosos rayos del sol de Oriente.

La arena parece brillar con la luz lunar, creando en aquélla ese efecto casi fosforescente que da al paisaje un toque mágico y onírico, escondiendo entre sombras maravillosas secretos milenarios de la sabana. El cielo reposa teñido de un profundo azul marino, y las estrellas que lo invaden son cada vez más y más, dando la impresión de estarse reproduciendo a través algún extraño tipo de mitosis, más macabro que celestial. El lejano horizonte se hace visible gracias al contraste de la blanca y brillante arena y el oscuro cielo, y a la distancia se pueden distinguir los misteriosos médanos que parecen respirar agobiados por su increíble soledad. La noche regala al universo –como una ofrenda a algún dios severo– un paisaje tan esmerado, que nada tiene que envidarle a las imágenes que se escapan en febriles imaginaciones de las “Mil y una noche”, o al misticismo sarraceno que descansa en un óleo de Koek-Koek.

La tranquilidad reina en el campamento. La poca, pero gratificante, humedad que aparece al descender la temperatura por la noche, se figura en aquél centinela como una hermosa reminiscencia de algún mar que alguna vez disfrutó en alguna playa ya olvidada de su heroica y legendaria Argel.

Él sabe que cuando la luz invada nuevamente aquel páramo de arena y viento, cuando el rayo solar vuelva a incinerar el aire y las sombras huyan acechadas -hasta que una nueva noche les brinde el clima frutal que las cobija- aquel reducto de hombres fieros y vehementes, deberá ponerse raudamente de pie y emprender la marcha para custodiar y salvaguardar ese precioso tesoro del que son fatales portadores. Volverán entonces, el dolor, la tensión, los gritos, el calor, la fatiga y la interminable oración. Por eso, se deleita tanto con aquella noche oriental, que con su suavidad y frescura lo convidan a imaginar aquél vergel de setenta y dos huríes que lo aguardan tras su gloria terrenal. Cada segundo es un regocijo pleno, la noche parece, así, eterna.

En el interior de una de las carpas más grandes descansa, inmóvil, frío como la muerte, fuerte como el acero, terrible e implacable como la peor peste, el motivo de todo aquel espantoso aquelarre del terror. Todo lo que lo rodea está allí en virtud de su presencia, y pura y exclusivamente para su protección y traslado. En su estómago reposan extraños minerales enriquecidos por mentes empobrecidas, listos para ser sometidos a los resultados más brillantes de la física moderna. Su presencia genera, por sobre todos los horrores, silencio y miedo... A su alrededor nada se mueve, todo parece una lúgubre fotografía del funeral de algún Titán mitológico, caído bajo alguna circunstancia de desgracia e indignidad. La noche dentro de aquella carpa no es noche, es muerte... el velorio mismo de la muerte.

Los primeros reflejos de la alborada sorprenden al centinela orando y a todo el campamento inmóvil dormitando y todavía disfrutando de la posibilidad de convivir con una temperatura apta para la existencia humana.

El cansancio acumulado de tantas duras jornadas desérticas, no permite al campamento darse cuenta de que aquel cielo que lo cobija –ahora de una tonalidad más rosa– es apuñalado velozmente por imperceptibles aves rapaces que sobrevuelan y acechan sigilosas, con sus ojos furiosos calvados en él como presa inminente.

En cuestión de segundos, la paz se convierte en estruendo ensordecedor, el estruendo ensordecedor en grito, el grito en pánico, el pánico en sangre, la sangre en estertor, el estertor en muerte, la muerte en silencio, y el silencio nuevamente en paz. El campamento vuelve otra vez a la quietud y la serenidad, como hace apenas unos minutos cuando el sol todavía no se había asomado a saludar y guiar a aquellas mortíferas águilas asesinas. Sólo el lento movimiento de una densa polvareda que no termina de caer, nos da cuenta de que algo allí está pasado... entre escombros y restos cercenados, la carpa mayor –la más importante– se encuentra desmoronada y hecha jirones, y entre sus jirones yacen tendidos los restos inertes de aquél titán de acero… el último misil, aquel que jamás surcó el cielo.

12.11.07

El Manifiesto "KIKISTA"

Robada la idea de por ahí, decidí hace unos días realizar el listado de cosas que conforman el manifiesto de lo que soy. Es decir, esas cosas que por gustarme o haberme acompañado a lo largo de mi vida, en cierto modo forman parte de mi propia persona. Es un listado de unas noventa cosas, más o menos, entre las que se podrán leer, películas, personajes históricos, escritores, músicos, lugares, canciones, comidas, libros, etc. Cualquiera de ítems de la lista pueden ser consultados vía "google", para quien no sabe de qué se trata... aunque dudo que alguien tenga interés en tanta tarea investigativa.

Desde luego deben existir inconscientes omisiones, y seguramente de absoluta gravedad, pero bueno, la memoria como sabrán es medio caprichosa, sepan disculpar.

Vale aclarar, por último, que el orden de los elementos de la lista es absolutamente aleatorio, ya que lo desordené premeditadamente, para evitar justamente suposiciones de preferencias. Éste, creo yo, resulta en primer lugar un ejercicio interesante para analizarse, una vez hecha la lista con un poco de perspicacia uno descubre varias cosas entrelíneas que le hablan de uno, y además también creo que puede resultar un excelente modo de darse medianamente a conocer a los demás, de una manera cuanto menos sencilla y expeditiva, qué sé yo... invito a quien lea esto a que haga su propio "Manifiesto" de gustos, y después me cuente.

Pues bien, aquí la lista que representa un pedacito de mi alma:

Cha Cha Cha, Alfredo Zitarrosa, El Negro Olmedo, Dancing Mood, Boca Juniors, Sumo, Les Invasions Barbares, Bob Marley & The Wailers, Jean Paul Sartre, Brigitte Bardot, Fernet Branca, Inodoro Pereyra, Ernesto Sábato, Carnaval toda la vida, Todo por 2 pesos, Maxwell Smart, Diego Armando Maradona, Vilma Palma e Vampiros, Vinicius de Moraes, Top Secret, Los Tres Chiflados, Los Cafres, Rayuela, Pablo Milanés, Benny Hill, Oscar “Ringo” Bonavena, Isidoro Cañones, Manu Chao, Jorge Cafrune, Diego Capusotto, Carlos “El Pibe” Valderrama, Gomma Gomma, Luca Prodan, Los Fabulosos Cadillacs, Alf, Carlos Gardel, Asterix y Obelix, Gabriel Omar Batistuta, Marlboro Box, Peperino Pómoro, Robert de Niro, He Man, Omar Moreno Palacios, Beefeater, Tom Jobim, Julio Cortázar, Alpha Blondy, La Pantera Rosa, Alejandro Dolina, Brigada A, Sunshine Reggae, Manuel Machado, Silvio Rodríguez, Peter Sellers, Eduardo Falú, Radio Bemba Sound System, The Flower Power, Cassius Clay, Mafalda, Sobre Héroes y Tumbas, Los Chalchaleros, Friedrich Nietzsche, Juan Román Riquelme, Fabio Alberti, Antonio Machado, Bodhi, Giuseppe Verdi, Willy Baterola, El Western Bar, Dmitri Karamazov, Joan Manuel Serrat, Winning Eleven, Arn Magnusson, UB 40, Giovanni Papini, El Ritmo Mundial, EZLN, Julio Sosa, The Rolling Stones, Revista NAH, Ricardo Corazón de León, Mollejas con Limón, Manuel Mandeb, Los Auténticos Decadentes, La Quebrada de Humahuaca, Pan “La Perla”, Madness, Radio Chango, Condorito, Enrique Santos Discépolo, Voilà l'été (Les Negresses Vertes).

8.11.07

La locura de volver

Repentinamente los recuerdos vinieron. Como lentas y perezosas ráfagas de un mansa, pesada y calurosa brisa estival... una brisa de verano campestre, de esas que no agobian, sino que enternecen con sus aromas y sus caricias; que traen lejanas sensaciones de la niñez, que nos extrapolan a nuestros más añorado pasado; recuerdos casi uterinos, dorados, magníficos, puros como nuestra propia infancia. Sin que sean llamados, los recuerdos han venido y me han empapado completamente, me han cubierto desde el aura hasta lo más profundo de mis huesos, penetraron por mi piel y me aguijonearon por dentro, con fervor.

Pude volver a sentir aquella primera pasión, furiosa, sincera, inocente, vertiginosa, completamente loca si se quiere. La aceleración constante de un joven corazón que a nada temía porque era inmortal; las risas cómplices y las miradas tímidas que tanto decían sin decir nada; la amistad celebrando inconscientemente un esplendor jovial que nunca volverá; quizás un dulce aroma que nos enamora un poco y luego más; un pizarrón verde repleto de palabras en tiza que reposan ignoradas en un aula añorada; una voz suave que al oírla nos inflama el alma, nos da nerviosas esperanzas de conocer algo nuevo; un paso interminablemente lento y dubitante que va cruzando, entre juegos y puerilidades, una imaginaria línea entre la candorosa juventud y la misteriosa madurez.

Aquellas noches infinitas en que el amor obnubilaba las mentes regalando sensaciones de poderosa libertad; las lágrimas vertidas quizás por las causas más nobles que existen, que son justamente esas pequeñeces que la juventud agiganta y convierte en tragedias ulteriormente piadosas; una calle que nos vio pasar abrazados, una y cien veces con una voracidad por la vida que escandalizaba a aquel viejo y curtido pavimento, que ya desde ese entonces había sido castigado por la implacable resignación de los años. Aquellas caricias prohibidas que iban despertando del modo más noble y puro posible, un fuego apasionado, sincero, sagrado, que luego el tiempo se encargaría de contaminar con sinsabores; esos besos infatigables que sólo buscaban un beso, que sólo pretendían otra boca que los quisiese disfrutar, besos que se saciaban en la más sencilla pureza; aquella cama donde descansábamos de nosotros mismos, junto a una vieja guitarra descolada y desafinada; aquellas noches entrelazadas por el humo de un novato cigarrillo, que hacía arder aquellos ojos que nunca tenían sueño, sino sueños, sueños que parecían infinitos; aquella tarde, en un caluroso diciembre, donde el sol caía anaranjado en una plaza y el sueño se rompió para siempre.

Todos esos recuerdos volvieron, mansos y cargados. La puerta del viejo “arcón de los recuerdos” se abrió resplandeciente frente a mí, y casi con dulzura fui mirando su interior, lentamente por temor a distraerlos, por temor a que, advertidos de mi presencia, se esfumasen como agrestes animalitos asustados. Y allí estaba yo y estabas vos también, y seguramente estábamos todos. Infatigables imágenes color sepia de todos aquellos momentos tan preciados.

Al cerrar el baúl y volver a mi realidad, sentí una "infinita tristeza"; pero luego de un tiempo me pareció comprender que, por alguna extraña razón que desconozco, me encontraba con el alma renovada.

Pero como de costumbre, la razón, la sana crítica, me llamó a esa maldita reflexión que se debe todo ser que se asume pensante. Entonces me pregunté ¿Seré yo el mismo que pude ver en aquél cofre que se abrió casual y repentinamente por una suave voz que me buscaba? ¿Seremos realmente todos los mismos que pude ver en aquellos mágicos resplandores? El tiempo nos va dejando sus marcas, marcas respecto de las cuales difícilmente se pueda determinar si resultan buenas o malas, positivas o negativas… seguramente sea relativo, pero lo que parece inobjetable es que son marcas que van mutando nuestra propia naturaleza, nuestra esencia. Quizás aquél joven sensible e inocente que hoy encontré sonriendo con todo el alma en el fondo de aquél baúl, no sea el mismo que ahora cavila desconcertado, todavía aturdido por su encuentro con el pasado.

¿Es posible el regreso?

Hoy en día muchos afirman que “nunca nadie vuelve a ningún lado”. Estos imperdonables e inconscientes discípulos del arrogante pensador de Éfeso, pululan por la vida pensando que la vida es sólo el futuro, que lo bueno y lo mejor está siempre por venir. Pero algunos pocos todavía soñamos con que se puede volver, con que, cuanto menos sea por una gambeta al destino, es posible recuperar todo aquello que tanto añoramos. Algunos aún quedamos que sabemos que el primer amor es mágico e irrepetible, que esas sensaciones que vivimos en nuestro despertar al mundo resultan la savia de la vida misma, todavía existimos quienes creemos que ese deseo atávico de volver es realmente sacro.

La discusión al respecto no es posible. Las pruebas y los antecedentes acá no tienen cabida, nadie puede convencer a nadie, pues nadie sabe nada. Todo está por descubrirse, todo está por encontrarse, y los resultados de ese descubrimiento dependen pura y exclusivamente de cada uno de nosotros.

Ya lo sé… No caben dudas de que para una mentalidad “Siglo XXI”, intentar cualquier tipo de regreso es realmente una locura, y por eso éste, y no otro, es el lugar apropiado para estas sentidas líneas.

Y será una locura, probablemente, pero estoy convencido de que, en tal caso, se trata de una locura maravillosa, de esas que se encuentran tejidas con las mismas hebras con que se tejen los sueños y los magníficos decorados que aguardan, inmutables y silenciosos, alegrar nuestro eterno descanso en el divino paraíso.

Los milagros existen, son muy pocos pero existen. La resignación es el más cruel de los suicidios.

2.10.07

El Loco

Yo quiero al loco, de verdad que me brotan por él mis más dulces sentimientos, y es su presencia, su existencia el más benévolo de mis regocijos. Entiéndase bien que no hablo de aquél que nació loco por que falló la genética, ni aquél que contrajo una enfermedad extravagante; por ellos quizá tan sólo sienta envidia o lástima, no lo sé con certeza. Yo al loco que quiero, al que respeto con ferviente devoción, es a aquél que ha comprendido ese secreto, cuyo descubrimiento perturba las mentes de manera inevitable. Estoy refiriéndome a esa persona cuya sensibilidad e inquietud lo han llevado a quitarle el impune velo a este mundo, y ha tomado conocimiento de la dura realidad de la existencia. Ese tomar conciencia de la paradoja en que vivimos, de lo ridículo que es este imperfecto mundo, reflejo defectuoso -supuestamente- de aquel legendario “Topos Uranus” del que hablaba Platón; ese comprender que los apetitos más nobles y profundos jamás serán saciados completamente, lleva, inevitablemente, a la locura; a la más fantástica de las locuras.

Quien ha comprendido realmente en qué consiste este juego de vivir, se abre abruptamente de la senda más transitada, y comienza a recorrer solo un camino desconocido, con el lógico temor y las obvias demoras que semejante empresa trae aparejadas. Descubre que en esta vida se puede hacer algo mayor, algo superior a lo que supuestamente marcan los cánones de conducta, por más difícil que sea; y no tiene otra opción que intentarlo, pues sus sentimientos más fuertes se encuentran comprometidos desde la raíz en esa idea... O mejor dicho, sí tiene otra opción: la auto-eliminación, pero muchos de estos locos poseen un sentimiento de valor y entereza que les impide tomar los caminos más fáciles y cómodos, razón por la cual rechazan vehementemente esta última opción.

Entonces, la masa uniforme mira con sorna al extraviado y se mofa de su inseguro andar... Y le llaman “loco”.
Ese loco, que tanto quiero, sufre de verdad, pues tiene el don de ver. Y en todo aquél que puede ver lo que ocurre en la tierra, una herida flagrante se abre en su pecho. Una terrible amargura tiñe de azabache hasta sus huesos... Cada injusticia que ve, cada dolor del que toma conocimiento, cada iniquidad, cada afrenta, cada desolación que conoce, desgarra con violencia la raja que en su pecho crispa, retuerce con crueldad los jirones de carne que rodean su herida de amor. Tanto dolor se hace insostenible para una mente lúcida, por eso la misma, lentamente, se opaca. Ideas trashumantes invaden la psiquis, quimeras y maquinaciones intentan tomar por asalto la mente y expulsar de ella todos los pensamientos sufrientes. Ebrio de elucubraciones etéreas, su caminar se aparta de la vasta senda y emprende un desconocido viaje en soledad, esquivando espinas lacerantes, con paso errante y con temor.

Entonces, la masa uniforme mira con sorna al extraviado y se mofa de su inseguro andar... Y le llaman “loco”.

Ese loco es a quien yo quiero, pues sea quizá el único que realmente esté vivo. Por más que la mayoría lo crean muerto. Por ellos, en su honor, es este sencillo homenaje.

26.9.05

Niños mimados

Dice Ortega, en "La rebelión de las masas", que el hombre de hoy está absolutamente acostumbrado al acceso inmediato y total a las miles de comodidades y seguridades que el alto desarrollo de la técnica le han proporcionado en los últimos años.

Agrega, que este acostumbramiento -que lo llevó a erradicar casi completamente la incertidumbre sobre su propia existencia y lo hizo cada vez más sediento de goce y confort- devino en un convencimiento de que todo lo que tiene "es natural que lo tenga", como si fuese un deber del universo para con él.

Esto produce una inevitable despreocupación por cuidar de las cosas que nos proveen de tales bienes.

Ortega asimila esto a lo que ocurre con los "niños mimados", que no sólo se despreocupan por cuidar sus bienes, sino que incluso toman una actitud destructiva hacia ellos.

¿Si no de qué modo es comprensible, que contaminemos las aguas, que ensuciemos las ciudades, rompamos los teléfonos públicos y los tachos de basura, etc etc?

El autor de "El Espectador" pone como ejemplo de esto, un caso que parece increíblemente actual, pese a haberse escrito hace casi 80 años. Menciona la extraña actitud de las masas populares, que cuando hambrientas desean hacerse algo de pan, no tienen mejor idea que destruir las panaderías.

Eso es el hombre actual, un niño mimado, que no se da cuenta de que vivir no es tan sencillo, y que haber logrado que nuestra vida no esté en riesgo a diario es realmente algo para agradecer calidamente.

Deténganse a pensar unos instantes en cómo era la vida de un hombre medieval, sin ningún lujo, sin comodidades, sin educación ni conocimiento, sumido siempre a una obediencia extrema (típica del sistema feudal) que coartaba en gran medida su libertad, y con una existencia que a cada instante estaba amenazada.

Ni siquiera los reyes más importantes de la Europa medieval contaron con 1/4 parte de las comodidades que cualquier medio pelo actual puede alcanzar con un pequeño esfuerzo.

Por unos pocos billetes podemos ver una obra de teatro o escuchar un concierto, incluso todas las veces que deseemos, si compramos el disco... Ni los reyes contaban con ese placer... y ni nos percatamos.