16.9.09

El último misil

Un silbo de silencio surca la noche en aquel árido desierto, una frescura tenue, traída por algún viento lejano, vuelve más amigables los reflejos de aquella gigantesca luna sobre las numerosas carpas de campaña que colman el lugar. La noche trae sosiego. Durante el día el calor agobia, el aire escasea, el sol pica, con dolor, las pieles curtidas y resecas... Y por eso la noche, con su brisa templada, es un bálsamo no sólo para la mente, sino también para los cansinos cuerpos que día a día se resecan bajo los impiadosos rayos del sol de Oriente.

La arena parece brillar con la luz lunar, creando en aquélla ese efecto casi fosforescente que da al paisaje un toque mágico y onírico, escondiendo entre sombras maravillosas secretos milenarios de la sabana. El cielo reposa teñido de un profundo azul marino, y las estrellas que lo invaden son cada vez más y más, dando la impresión de estarse reproduciendo a través algún extraño tipo de mitosis, más macabro que celestial. El lejano horizonte se hace visible gracias al contraste de la blanca y brillante arena y el oscuro cielo, y a la distancia se pueden distinguir los misteriosos médanos que parecen respirar agobiados por su increíble soledad. La noche regala al universo –como una ofrenda a algún dios severo– un paisaje tan esmerado, que nada tiene que envidarle a las imágenes que se escapan en febriles imaginaciones de las “Mil y una noche”, o al misticismo sarraceno que descansa en un óleo de Koek-Koek.

La tranquilidad reina en el campamento. La poca, pero gratificante, humedad que aparece al descender la temperatura por la noche, se figura en aquél centinela como una hermosa reminiscencia de algún mar que alguna vez disfrutó en alguna playa ya olvidada de su heroica y legendaria Argel.

Él sabe que cuando la luz invada nuevamente aquel páramo de arena y viento, cuando el rayo solar vuelva a incinerar el aire y las sombras huyan acechadas -hasta que una nueva noche les brinde el clima frutal que las cobija- aquel reducto de hombres fieros y vehementes, deberá ponerse raudamente de pie y emprender la marcha para custodiar y salvaguardar ese precioso tesoro del que son fatales portadores. Volverán entonces, el dolor, la tensión, los gritos, el calor, la fatiga y la interminable oración. Por eso, se deleita tanto con aquella noche oriental, que con su suavidad y frescura lo convidan a imaginar aquél vergel de setenta y dos huríes que lo aguardan tras su gloria terrenal. Cada segundo es un regocijo pleno, la noche parece, así, eterna.

En el interior de una de las carpas más grandes descansa, inmóvil, frío como la muerte, fuerte como el acero, terrible e implacable como la peor peste, el motivo de todo aquel espantoso aquelarre del terror. Todo lo que lo rodea está allí en virtud de su presencia, y pura y exclusivamente para su protección y traslado. En su estómago reposan extraños minerales enriquecidos por mentes empobrecidas, listos para ser sometidos a los resultados más brillantes de la física moderna. Su presencia genera, por sobre todos los horrores, silencio y miedo... A su alrededor nada se mueve, todo parece una lúgubre fotografía del funeral de algún Titán mitológico, caído bajo alguna circunstancia de desgracia e indignidad. La noche dentro de aquella carpa no es noche, es muerte... el velorio mismo de la muerte.

Los primeros reflejos de la alborada sorprenden al centinela orando y a todo el campamento inmóvil dormitando y todavía disfrutando de la posibilidad de convivir con una temperatura apta para la existencia humana.

El cansancio acumulado de tantas duras jornadas desérticas, no permite al campamento darse cuenta de que aquel cielo que lo cobija –ahora de una tonalidad más rosa– es apuñalado velozmente por imperceptibles aves rapaces que sobrevuelan y acechan sigilosas, con sus ojos furiosos calvados en él como presa inminente.

En cuestión de segundos, la paz se convierte en estruendo ensordecedor, el estruendo ensordecedor en grito, el grito en pánico, el pánico en sangre, la sangre en estertor, el estertor en muerte, la muerte en silencio, y el silencio nuevamente en paz. El campamento vuelve otra vez a la quietud y la serenidad, como hace apenas unos minutos cuando el sol todavía no se había asomado a saludar y guiar a aquellas mortíferas águilas asesinas. Sólo el lento movimiento de una densa polvareda que no termina de caer, nos da cuenta de que algo allí está pasado... entre escombros y restos cercenados, la carpa mayor –la más importante– se encuentra desmoronada y hecha jirones, y entre sus jirones yacen tendidos los restos inertes de aquél titán de acero… el último misil, aquel que jamás surcó el cielo.

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