16.9.09

Pensamientos

Una fina llovizna me viene enfriando la ropa y me empieza a molestar. Mi traje, mi único traje, se está arruinando; pero qué me importa eso si mi mente pasea dispersa, perdida en algún dilema existencial de esos que invaden el céfalo violentamente y lo recorren haciendo caso omiso a cualquier orden de desalojo. Miro mis pies que avanzan automáticamente, comprendo que no es mi mente la que los dirige, sino alguna fuerza extraña que yo no domino y que tan sólo puedo llegar a suponer como algo similar al “cumplimiento sistemático del deber”. ¿Deber de qué? ¿Qué es lo que debo? me pregunto… no lo sé, pero mis tropismos me llevan constantemente a movimientos que no nacen de mi voluntad, es decir que no se fraguan en mi discernimiento, intención y libertad. No tengo respuesta a las preguntas de por qué estoy caminando bajo esta llovizna fustigadora, de por qué mis pies se dirigen hacia ese lugar que no es de mi agrado, de por qué mi vista se pierde en ese cielo gris como buscando que mi mente tome ese color. No encuentro ninguna respuesta a esta realidad que se presenta tan crudamente. Vuelvo a fijar la vista en mis pies, esos zapatos negros que se mueven rítmicamente: primero asoma el izquierdo, luego el derecho, luego de nuevo el izquierdo, y así repetidamente en un movimiento de vaivén, sigo sintiendo que no soy yo quien los mueve.

Luego trazo con mi vista una línea recta que nace a la altura de mis zapatos y se desplaza hacia adelante como buscando unirme con aquel lugar al cual me estoy dirigiendo. Luego de un pequeño esfuerzo imaginativo logro ver esa invisible línea que tiene por lo menos unos cien metros de largo. “–Ése es mi destino –pienso–, ese frágil trazo imaginario es mi futuro, mi porvenir, siempre lo será. Cada vez que me desplace, estará esa ridícula raya previniendo todos mis movimientos, arrancándome el albedrío violentamente. Nunca me podré apartar de ella, por más que yo la pueda manipular y dirigir a mi antojo, jamás la podré eliminar–.”

Quito violentamente la vista de esa línea, buscando cualquier distracción que calme mis pensamientos. Miro mis brazos y mis manos, que marchan, al igual que mis pies, en otro rítmico vaivén que tampoco está siendo ordenado por mí. Ellos también son movidos por fuerzas desconocidas. Los miro fijamente, miro mis manos mojadas, una de ellas sujeta un portafolio. Yo no quiero que mi mano cargue con ese instrumento, pero ella lo retiene firmemente; me horroriza darme cuenta de eso. Mis extremidades me dan miedo al verlas moverse libremente como animales vivos y repugnantes, rodeándome, acechándome. Ellos me dominan brutalmente. Levanto mi mano libre y la pongo frente a mis ojos, tomo la decisión de mover los dedos fuertemente para así poder comprobar que soy yo quien decide y determina mis actos, quien elige los movimientos. Mis dedos se mueven, mas comprendo que me están haciendo una estúpida trampa, quieren engañarme para que no me avasalle la desesperación. Pero igual me doy cuenta, logro reconocer, que ese movimiento, que mis farsantes dedos ensayan, no es el que mi mente está ordenando inútilmente.

Piso un charco que me rescata y me devuelve a la calle gris que estoy recorriendo, mi zapato está empapado, siento el agua que, escabulléndose entre el tejido de mi media, congela mi pie. Tengo el extraño deseo de que mi pie muera congelado, para que así vuelva a ser mío. Miro la gente que me rodea, veo muchos paraguas, muchos trajes arruinándose como éste, mi único traje; veo mucha gente presa de sus desaforadas extremidades, que la manipulan y conducen de un lado para el otro a su antojo.

De pronto una mirada choca con la mía, un hombre mayor que desde un segundo piso de un edificio público me mira firmemente. El hombre camina lento, junto a la baranda que da al centro del edificio; yo, que no puedo dejar de caminar, cruzo raudamente el hall del edificio con la cabeza un poco inclinada hacia atrás, y con la vista clavada en la de él. Como por el efecto de un zoom mental, alcanzo a ver la nitidez de sus pupilas, pese a los varios metros que nos separan, puedo ver claramente su expresión. Todo el contorno se disipa, y queda sólo su mirada, es como si tuviera sus ojos a escasos centímetros de los míos. Con una pequeña muesca, con un brillar diferente de sus ojos, con un remarcar levemente las arrugas de unas sienes con experiencia, con una mirada compasiva y afectiva… con tan sólo una nimia expresión, me confirma la veracidad de mis sentimientos, me demuestra que no estoy solo en este mundo, que hay más gente que, como yo, se dio cuenta de que la realidad es asequible, pero está muy camuflada; que estamos jugando un juego al que nadie nos invitó, pero que las reglas están impuestas, y que es imposible dejar de jugar; que en el mundo, si bien un está totalmente solo, existe la posibilidad de mitigar la angustia pues estamos rodeados de millares de soledades iguales a la nuestra; que no son solamente mis extremidades las rebeldes, sino la de todas las personas, y sobre todo las de los que no tomaron conciencia de ello.

La mirada desaparece en aquella baranda que bordea el piso que ahora se alza sobre mí, pues, como dije, mi paso no puede detenerse por más que yo así lo desee. Ya no sé dónde estoy, no recuerdo cuál es la puerta que buscaba tan apuradamente, ni sé qué puerta es la que tengo enfrente… me encuentro completamente perdido, pero, en cierto modo, un poco más redimido.

El último misil

Un silbo de silencio surca la noche en aquel árido desierto, una frescura tenue, traída por algún viento lejano, vuelve más amigables los reflejos de aquella gigantesca luna sobre las numerosas carpas de campaña que colman el lugar. La noche trae sosiego. Durante el día el calor agobia, el aire escasea, el sol pica, con dolor, las pieles curtidas y resecas... Y por eso la noche, con su brisa templada, es un bálsamo no sólo para la mente, sino también para los cansinos cuerpos que día a día se resecan bajo los impiadosos rayos del sol de Oriente.

La arena parece brillar con la luz lunar, creando en aquélla ese efecto casi fosforescente que da al paisaje un toque mágico y onírico, escondiendo entre sombras maravillosas secretos milenarios de la sabana. El cielo reposa teñido de un profundo azul marino, y las estrellas que lo invaden son cada vez más y más, dando la impresión de estarse reproduciendo a través algún extraño tipo de mitosis, más macabro que celestial. El lejano horizonte se hace visible gracias al contraste de la blanca y brillante arena y el oscuro cielo, y a la distancia se pueden distinguir los misteriosos médanos que parecen respirar agobiados por su increíble soledad. La noche regala al universo –como una ofrenda a algún dios severo– un paisaje tan esmerado, que nada tiene que envidarle a las imágenes que se escapan en febriles imaginaciones de las “Mil y una noche”, o al misticismo sarraceno que descansa en un óleo de Koek-Koek.

La tranquilidad reina en el campamento. La poca, pero gratificante, humedad que aparece al descender la temperatura por la noche, se figura en aquél centinela como una hermosa reminiscencia de algún mar que alguna vez disfrutó en alguna playa ya olvidada de su heroica y legendaria Argel.

Él sabe que cuando la luz invada nuevamente aquel páramo de arena y viento, cuando el rayo solar vuelva a incinerar el aire y las sombras huyan acechadas -hasta que una nueva noche les brinde el clima frutal que las cobija- aquel reducto de hombres fieros y vehementes, deberá ponerse raudamente de pie y emprender la marcha para custodiar y salvaguardar ese precioso tesoro del que son fatales portadores. Volverán entonces, el dolor, la tensión, los gritos, el calor, la fatiga y la interminable oración. Por eso, se deleita tanto con aquella noche oriental, que con su suavidad y frescura lo convidan a imaginar aquél vergel de setenta y dos huríes que lo aguardan tras su gloria terrenal. Cada segundo es un regocijo pleno, la noche parece, así, eterna.

En el interior de una de las carpas más grandes descansa, inmóvil, frío como la muerte, fuerte como el acero, terrible e implacable como la peor peste, el motivo de todo aquel espantoso aquelarre del terror. Todo lo que lo rodea está allí en virtud de su presencia, y pura y exclusivamente para su protección y traslado. En su estómago reposan extraños minerales enriquecidos por mentes empobrecidas, listos para ser sometidos a los resultados más brillantes de la física moderna. Su presencia genera, por sobre todos los horrores, silencio y miedo... A su alrededor nada se mueve, todo parece una lúgubre fotografía del funeral de algún Titán mitológico, caído bajo alguna circunstancia de desgracia e indignidad. La noche dentro de aquella carpa no es noche, es muerte... el velorio mismo de la muerte.

Los primeros reflejos de la alborada sorprenden al centinela orando y a todo el campamento inmóvil dormitando y todavía disfrutando de la posibilidad de convivir con una temperatura apta para la existencia humana.

El cansancio acumulado de tantas duras jornadas desérticas, no permite al campamento darse cuenta de que aquel cielo que lo cobija –ahora de una tonalidad más rosa– es apuñalado velozmente por imperceptibles aves rapaces que sobrevuelan y acechan sigilosas, con sus ojos furiosos calvados en él como presa inminente.

En cuestión de segundos, la paz se convierte en estruendo ensordecedor, el estruendo ensordecedor en grito, el grito en pánico, el pánico en sangre, la sangre en estertor, el estertor en muerte, la muerte en silencio, y el silencio nuevamente en paz. El campamento vuelve otra vez a la quietud y la serenidad, como hace apenas unos minutos cuando el sol todavía no se había asomado a saludar y guiar a aquellas mortíferas águilas asesinas. Sólo el lento movimiento de una densa polvareda que no termina de caer, nos da cuenta de que algo allí está pasado... entre escombros y restos cercenados, la carpa mayor –la más importante– se encuentra desmoronada y hecha jirones, y entre sus jirones yacen tendidos los restos inertes de aquél titán de acero… el último misil, aquel que jamás surcó el cielo.